Estimadas señorías. Miembros y miembras del jurado. Papá, mamá. Egregios representantes de la voluntad popular. Su santidad el Papa y demás gente de buen vivir. Nos hemos reunido hoy aquí sobre todo por el dinero y por los canapés de después de la función. Pero no solo por eso. También por el mero hecho de hablar. De escucharnos. Mayormente de escucharse a uno mismo. Por ejemplo, ¿se han fijado en mi voz de barítono? Es porque he hecho gárgaras con agua de limón y porque consumo pastillas mentoladas de mi buen amigo el doctor Brau, que pueden adquirir a un módico precio en cualquier establecimiento que se precie de ser llamado como tal.
Nos gusta oírnos, de eso no cabe ninguna duda. ¿Y no es acaso la voz, la palabra, la escucha de la misma, el principal instrumento del diálogo? Algunos dirán “Y el silencio, y el silencio”. Es evidente, señores (y señoras). El silencio es necesario. A fin de cuentas, somos humanos y hay que coger aire. Cuentan que Fidel Castro habló durante cuarenta horas seguidas en las Naciones Unidas, ¿y luego qué me preguntarán? Luego, silencio. Porque hasta el más bravo orador necesita ese impulso. Coger aire. El aire que lleva y transmite estas palabras. Palabras de concordia y un poco vacuas, hueras, fútiles. ¿Cómo si no las podría transportar el aire? Las palabras requieren ligereza si quieren ser transmitidas, de lo contrario se hundirían, se perderían en el fango, en el lodazal de la realidad. ¿Quién quiere eso? No seré yo el que reclame para mis iguales esa desgracia. No señor. Sé que existen medios modernos capaces de transportar planchas de acero como si fueran una pluma. Pero siguen siendo planchas de acero, que nadie se lleve a engaño. Trampas, fuegos de artificio para oyentes inexpertos que confundirían este discurso iridiscente con un manual de uso plano y gris. No digo que no sea necesario ese tipo de lenguaje en ciertas ocasiones, pero no en esta cámara, no aquí y menos ahora donde hay miles, ¡qué digo miles! ¡decenas!, de radioyentes y tal vez televidentes atentos al tono de mi voz, a cómo doy a cámara.
Es hora ya de que concluya mi alocución y deseo terminar invitándoles a seguir el camino que he ido desbrozando para ustedes. Dialoguen. No sean soberbios. Dialoguen. Y dialoguen preferiblemente con ustedes mismos porque, seamos sinceros, a nadie más le importa un pito lo que salga de sus bien arregladas bocas.
Muchas gracias.